José Félix Lafaurie Rivera
@jflafaurie

El abandono del campo es un grave lugar común en las campañas electorales; muy grave porque es donde viven 12 millones de colombianos en medio del olvido y la violencia. Por ello me refiero hoy a ese “olvido” de los precandidatos a la presidencia, en cuyas listas de promesas el campo aparece, “como por no dejar”, o simplemente no aparece, porque es en las ciudades donde viven los otros 38 millones de colombianos, y ahí están los votos.

Quien no ha olvidado el campo es el candidato del progresismo comunista, que recorre el país sembrando el odio que alimenta la lucha de clases, a partir del viejo y falseado discurso de la tierra como causa de todos los males.

“Esta tierra tiene que ser de la gente” gritaba desaforado a su “pueblo negro” en Cartagena, mientras, en el Congreso, apoya la pretensión indígena de “la recuperación de la madre tierra” a punta de invasiones violentas, con el argumento espurio de la expropiación conquistadora ¡hace 500 años!

Ya amenazó con una “reforma agraria que no tiene por qué asustar”, “elevando los impuestos a la tierra que no produce”; lo malo es que, para Petro, producir carne y leche a partir de la ganadería no es producir, y en su obsesión por cerrar la economía, los monocultivos de exportación, como la caña y la palma, deberían reemplazarse para producir alimentos para el mercado nacional y sustituir importaciones.

Así pues, está en peligro el derecho a la legítima propiedad de la tierra, mas no solo por el riesgo de un gobierno Petro, sino por los compromisos del Acuerdo Santos – Farc:

Primero: El fondo de 3 millones de hectáreas para entrega gratuita no debería tocar la tierra legalmente adquirida, sin antes recuperar los baldíos robados a la Nación, hacer efectiva la extinción de dominio al narcotráfico y exigirles a las Farc la devolución de las tierras despojadas.

Segundo: La Ley 1448 de 2011 no puede convertirse, como está sucediendo, en mecanismo de expropiación al servicio de falsas víctimas, contra terceros compradores de buena fe.

Tercero: La jurisdicción agraria, con su burocracia innecesaria y costosa de jueces y magistrados, amenaza también la propiedad de la tierra.

Cuarto: La adhesión al Acuerdo de Escazú, exigida por la izquierda, le entrega soberanía judicial a instancias internacionales, que decidirán sobre la propiedad de la tierra en Colombia bajo el disfraz argumental de la ecología.

En medio de esa falsa discusión sobre la tierra, al campo le sigue faltando de todo, pero un candidato serio debería comprometerse, cuando menos, con cuatro temas que serían “disparadores” del desarrollo rural.

Primero: Lo que he llamado “la revolución de las vías terciarias”, porque es necesario acercar el campo a los mercados y porque el aislamiento es caldo de cultivo del narcotráfico y la violencia.

Segundo: Una política de asociatividad, para que los pequeños productores unidos, puedan convertirse en medianos y grandes frente a los mercados.

Tercero: Una política de agua y energía para la producción, que permita la construcción de distritos de riego y un sistema diferencial de tarifas de energía para la producción rural.

Cuarto: Una política de crédito y microcrédito rural que consulte la realidad de los pequeños productores, porque el capital es tan importante como la tierra para la producción rural.

Para el campo hay dos caminos: el del odio, la lucha de clases y la destrucción del aparato productivo rural; o el del reconocimiento de su importancia y de su reconstrucción con políticas incluyentes y ancladas en la libertad. Con o sin olvido, esos caminos se enfrentarán en las urnas.