Por: Fernando Londoño.
Hace ya un siglo escribía don José Ortega y Gasset uno de los libros decisivos del Siglo XX: La REBELIÓN DE LAS MASAS.
El hombre masa cree saberlo todo, se siente dueño de todo y con derecho a todo. Nada puede estorbar su espíritu de dominación, su soberbia y su irracionalidad.
Porque el hombre masa no tiene ideas propias, no crea un mundo nuevo pero se siente dueño de todo.
Esa irracionalidad lo hace enormemente peligroso y como no, violento. Anda por la vida con la seguridad de que todo se le debe y a nada está obligado. Es amo y señor de su entorno de fantasías y de idioteces.
Los jóvenes que lanzan a la muerte y a matar los promotores del paro, son, por antonomasia, hombres masa. Basta que usted le pregunte a cualquiera de ellos por qué protesta, por qué levanta barricadas, por qué incendia y por qué está dispuesto a matar y a que lo maten, y la respuesta es tan desconcertante como lamentable. No le dan lo suficiente, no lo ayudan, no lo consideran. Pero no le hablen de la disciplina, el estudio, la consagración en horas de personal esfuerzo, porque es lenguaje que no entiende, ni quiere entender. Montar una barricada, tirar una piedra, incendiar una tractomula es bastante más fácil que la geometría, o la física, o la filosofía. ¿Para qué todo eso?
Ese personaje inopinado, el joven masa, está en la escena. Empujado por unos aprovechadores de sus impulsos innobles y sus aspiraciones absurdas, está listo para cualquier cosa. Para ir a la primera línea o para simular que marcha en paz. Lo tiene sin cuidado la pandemia y sin cuidado el que pueda morir o matar a otros. Lo suyo es el ahora inmediato y unos pesos que le llueven del cielo o tiene que pagarle el transeúnte, el camionero, el taxista, si es que quieren vivir. Porque nuestro joven masa, insistamos, es heredero espiritual del que formara en la escuela del crimen Pablo Escobar. No ha nacido para semilla y salvo el amor a la “cucha” no lo ata nada al universo de los demás.
Esa es la única explicación posible a esta irracionalidad que nos tiene donde nos tiene en esta multiplicación exponencial de desgracias. Porque las aglomeraciones entre gritos, las trincheras del odio y la venganza, nadie sabe contra qué, son la causa eficiente de estas cifras horrorosas: 30.000 contagios y más de 500 muertos por día.
Y los hospitales revientan de ocupaciones trágicas. En Bogotá, en Medellín, en Cali, en Tunja, en Villavicencio, en Barrancabermeja, en Manizales, no hay lugar para un enfermo más. No faltan camas UCI. Sobran aspirantes enloquecidos de necesidad para ocuparlas. Y la gente se muere asfixiada, entre los dolores y las angustias que nadie es capaz de describir. Ni esa legión de héroes anónimos, los médicos y las enfermeras que ya no dan más. El trabajo sin orillas y el pesar de la muerte los tienen anonadados. Solo atinan a pedir comportamientos racionales, actitudes compatibles con la vida, cuidados elementales. Porque no saben, o quisieran no saber, que están enfrentados a esa especie Orteguiana del hombre y el joven masa.
Ya se cansaron las estadísticas de contar ancianos muertos por el virus. Ahora, sin que nadie parezca reparar en ello, los enfermos y los muertos son gente mucho más joven, los que mandan a la muerte los autores de estas protestas insensatas.
Se ha impuesto el prurito del diálogo como remedio a estas desventuras. Sentados en una larga mesa, los impulsores de la protesta y el gobierno quieren cambiar el mundo y abrirle paso al entendimiento que acabe las barricadas, despeje los caminos, permita el trabajo y la reactivación económica, que le abra espacio a la vida. Esfuerzo vano. El hombre masa siempre tiene más que pedir y menos que ofrecer.
Hubiera sido la hora perfecta para la autoridad y el liderazgo. Plantas exóticas que no se dan por estos tiempos y en estos contornos. Lo que debe hacerse se hace tarde, lo que quiere decir que mal. Y cuando se lo intenta, ya hay en el horizonte un motivo nuevo, una disculpa, un argumento para que todo siga como viene.
Los jóvenes masa no se inmutan ante la fuerza del Estado, ni les preocupa la muerte. Y desde luego mucho menos que la suya, la de los demás.
Llevamos a cuestas muchos días con quinientos muertes. Y noticias desgarradoras sobre la gente que fallece sin una UCI de consuelo. A nadie le importa. Y mucho menos a los que impunemente incitan al paro y a la violencia.
Y en el fondo de la escena, el personaje siniestro que lo origina todo, lo financia todo, lo ejecuta todo: la cocaína. Esa es nuestra desgracia sin orillas.