Por: Rafael Nieto Loaiza.
La Corte Constitucional declaró inexequible la reforma constitucional que establecía la pena de prisión perpetua para responsables de homicidio doloso y violación de niños y adolescentes. En respuesta, publiqué un hilo de trinos en mi cuenta de twitter (@rafanietoloaiza) que generó respuestas adversas tanto de quienes defendían ese castigo como de aquellos que creían que la Corte tenía razón.
Los entiendo. Por un lado, dije que por razones éticas y filosóficas estoy en contra de la pena de muerte y la cadena perpetua. Por el otro, sostuve que la Corte abusó de sus atribuciones, invadió la órbita de competencia del Congreso, erosionó la democracia y se equivocó gravemente en su argumentación jurídica.
Como defensor de la vida que soy, no puedo estar de acuerdo con la pena de muerte. Quitar la vida de otro ser humano solo es aceptable en ejercicio de la legítima defensa o del cumplimiento de sus funciones constitucionales por soldados y policías. La prisión perpetua no da oportunidad para quien se redime. Pero, sobre todo, es inútil en un país como el nuestro. Entiendo que la intención de la cadena perpetua es desestimular la comisión de esos delitos pero tal cosa no es posible con los exorbitantes niveles de impunidad que vivimos. Como funciona hoy, el sistema judicial ni asusta ni disuade a los delincuentes. De poco sirve hacer más gravosas las penas si no se tiene un sistema judicial ágil, eficiente y transparente que esclarezca en el menor tiempo posible los hechos, capture y sancione efectivamente a los delincuentes. Exactamente lo que no tenemos. Pero es mi posición, y ocurre que en temas como estos, complejos y polémicos, la política pública la debe decidir la mayoría.
La Corte, por su parte, sostiene que la cadena perpetua atenta contra la «dignidad humana” porque constituye una pena “cruel, inhumana o degradante”, prohibida en los tratados de derechos humanos. Pues bien, se equivocan los magistrados. Muchas tratados prohiben la pena de muerte y algunos otros invitan a los Estados a su abolición. Pero ninguno prohibe la cadena perpetua. Y no puede sostenerse que a la luz del derecho internacional de los derechos humanos la prisión perpetua es una pena cruel, inhumana o degradante cuando en el artículo 77 del estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional, se establece la “reclusión a perpetuidad” como una de las penas para los crímenes objeto de su competencia. Puesto que la CPI tiene como función sancionar los crímenes de lesa humanidad, es decir, las graves y masivas violaciones de derechos humanos, mal podría sostenerse que una de las sanciones que puede imponer es violatoria de esos derechos.
Es claro que, además, la comunidad internacional no entiende que la prisión perpetua sea una pena cruel, inhumana o degradante. La prisión perpetua existe hoy en la inmensa mayoría de los estados del mundo, como Alemania, Australia, Canadá, Bélgica, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, Inglaterra, Italia o Suiza, por mencionar algunos. Es un punto fundamental: los magistrados de nuestras cortes deben de dejar de interpretar a su antojo los tratados internacionales, yendo más allá de los que los Estados que los han creado entienden y han decidido aceptar que los obliga.
La Constitucional dice también que la “resocialización es el fin primordial de la pena privativa de la libertad” y que como la prisión perpetua no la permite debe ser declarada inconstitucional. Puede ser que la resocialización sea la meta “primordial” de la pena de reclusión, pero ciertamente no es la única. La función de la pena también es retributiva, es decir, busca que la condena de una persona sea equivalente al daño causado, e incluso preventiva, quiere prevenir que el condenado vuelva a cometer el mismo delito.
Es evidente que los legisladores consideran que quienes asesinan y violan menores de edad merecen prisión perpetua y que esa prisión evitará que otros niños y adolescentes sean víctimas de esos homicidas y abusadores. Como muestran los debates de la reforma constitucional, los congresistas están convencidos de que esa pena es justa y que con ella protegen a los menores.
Y ese es el otro punto de profunda diferencia de la Corte y el que tiene más implicaciones hacia adelante: los magistrados no tienen derecho a reemplazar el juicio de prudencia y conveniencia de los congresistas. No pueden imponer sus ideas y convicciones sobre la “dignidad humana” a los demás ciudadanos, al pueblo que se expresa en la voz de sus congresistas. Es lo que vienen haciendo sentencia tras sentencia. Ocurrió hace apenas un par de semanas con la sentencia sobre la eutanasia.
Los magistrados no solo nos obligan a aceptar como justas sus concepciones de la vida y la dignidad sino que determinan que las que expresan las mayorías en el Congreso son contrarias a derecho. Y lo hacen alegando la doctrina de la sustitución de la Constitución, que no está en ninguna parte de la Carta, que se inventaron ellos y que establece límites en la capacidad del Congreso para reformarla. Con base en esa doctrina, cada vez que se les antoja, se pasan por la faja la democracia y nos imponen a los demás sus ideas y concepciones. Unos magistrados, que no son elegidos y que no tienen representación alguna, deciden en abierta contravía de lo que el pueblo a través de sus representantes establece como conveniente y oportuno. Es el reemplazo sistemático del Congreso por la dictadura de los jueces. La erosión de la democracia es evidente.
Así que sí, no me gusta la cadena perpetua. Pero entiendo que no puedo imponer a los demás mi posición y que en una democracia quien debe tomar la decisión final en estos asuntos, complejos y socialmente conflictivos, en los que hay diferentes posiciones, debe ser el Congreso como representante de la mayoría del pueblo, no nueve magistrados de un tribunal.