Por: Margarita Restrepo
En los años 30 del siglo pasado, cuando los Estados Unidos decretaron la guerra frontal contra las mafias que azotaban los estados del norte de la nación americana, establecieron la denominación de “enemigo público número uno” para referirse al jefe del crimen organizado Al Capone.
Capone se ganó ese deshonroso título luego de una masacre ocurrida a comienzos de 1929 y en la que fueron asesinados 7 miembros de una banda criminal que rivalizaba con ese capo.
Para analizar al ELN es necesario remontarse a los años 90, cuando en el gobierno de Ernesto Samper se le dio una inaceptable interlocución política a ese grupo criminal que hizo del terrorismo y del secuestro una práctica generalizada.
Un grupo que se autodenominó como “sociedad civil” viajó a Alemania para reunirse con representantes de ese grupo terrorista. De nada sirvieron esos encuentros. El ELN continuó cometiendo toda suerte de delitos de lesa humanidad.
Con la implementación de la política de seguridad democrática durante el gobierno del presidente Uribe, el ELN se redujo a su mínima expresión. Además de los golpes contundentes propinados por la Fuerza Pública, se experimentó una desmovilización individual masiva de integrantes de ese grupo guerrillero que entendieron que la vida en la ilegalidad sólo tría desgracias.
El gobierno Uribe le tendió una mano generosa al ELN para efectos de sellar un acuerdo que condujera a la desarticulación de esa estructura que desde 1997 es considerada como grupo terrorista internacional por parte del gobierno de los Estados Unidos.
Los cabecillas de la guerrilla despreciaron la generosidad del gobierno colombiano.
Durante la administración de Santos se tomó la desconcertante decisión de levantar las órdenes de captura que pesaban contra los jefes de esa banda delincuencial y facilitar su traslado hacia Cuba. Se aseguró que esa medida era necesaria para facilitar unas posibles negociaciones de paz.
La dictadura que maneja tras bambalinas el octogenario Raúl Castro ordenó recibir a toda la cúpula ‘elena’ en La Habana, ciudad desde la que se han planificado y ordenado sangrientas acciones contra el pueblo colombiano.
Empezaba el gobierno del presidente Iván Duque cuando detonó en la escuela de formación de oficiales de la Policía Nacional un carro bomba que cobró la vida de 22 jóvenes y causó heridas gravísimas a 87 personas más.
La reacción no se hizo esperar. La orden fue perentoria e inequívoca: con el ELN no hay nada de qué hablar y lo que corresponde es su desarticulación a través del uso legítimo de la fuerza y de la acción decidida de la justicia.
Los primeros días de este año nuevo se han visto dolorosamente empañados por cuenta de las acciones violentas del ELN. Primero las acciones que se han registrado en el departamento de Arauca, donde se estima en 27 el número de muertos. Expertos de la Fuerza Pública que me merecen toda la credibilidad aseguran que se trata de una guerra a muerte con otros grupos ilegales por el control del narcotráfico en la zona de frontera con el narcoestado venezolano.
Luego vino el ataque brutal al camión en el que se movilizaban nuestros héroes del ESMAD de la policía nacional en Puerto Rellena, en Cali.
13 uniformados heridos como consecuencia de ese demencial ataque que debe ser rechazado con la contundencia debida, como lo ha hecho el presidente Duque al expresar que nuestro país no se doblega ante el terrorismo ni su gobierno hará concesiones a los terroristas.
Ese es el ver ser de las cosas. Cero contemplación con los integrantes de esa banda sanguinaria que debe empezar a ser catalogada como la enemiga pública número uno de la sociedad colombiana.