¿Con qué autoridad moral hay personas que se atreven a señalar y fustigar a la vicepresidenta Martha Lucía Ramírez por un delito cometido por su hermano Bernardo hace algunos años y en el que ella no tuvo participación alguna?
¿Acaso ella es responsable del crimen cometido por su hermano? No voy a caer en la trampa de morigerar la gravedad del hecho, diciendo que se trató de un “error” o de una “mala decisión de una persona joven”. No.
Es cierto que el señor Ramírez -de cuya existencia vine a saber cuando estalló el injusto escándalo que le están haciendo a la vicepresidenta- cometió un delito grave y también es cierto que su hermana, como corresponde, lo acompañó solidariamente, pero no para que evadiera la justicia sino para que compareciera ante ella.
Entonces, los doblemoralistas se dan golpes de pecho reclamando que la vicepresidenta debió informarle al país del delito cometido por su hermano, desconociendo un derecho fundamental de todo ciudadano que -valga recordarlo- está incluido en nuestra vilipendiada Constitución: el de la intimidad.
El artículo 15 de la Carta, empieza diciendo que “todas las personas tienen derecho a su intimidad personal y familiar, y a su buen nombre y el Estado debe respetarlos y hacerlos respetar”.
La norma cobija a todos, incluida la vicepresidenta de la República.
El debate es despreciable. Nada la obligaba, ni legal ni éticamente, a contar algo que evidentemente afecta a su familia, pero que no riñe con las funciones que haya o esté desempeñando.
El propósito de ese show mediático es el de minar aún más su carrera política y para tal efecto, personas como Gustavo Petro, con un pasado criminal espeluznante, no dudan en pisotear con virulencia la dignidad de la mujer que ocupa la vicepresidencia de nuestro país.
Abundan los argumentos y las razones para cuestionar a Petro y a los suyos; no los voy a repetir, pues durante estos días, las redes sociales y algunos columnistas de prensa se han encargado de recordárnoslos.
Yo, me quiero concentrar en lo que subyace tras la andanada de ataques, sistemáticos por demás, contra el gobierno, el uribismo y todo lo que no esté alineando con la extrema izquierda: una campaña fundamentada en el odio, el desprestigio, el sicariato moral, la descalificación infame, la calumnia y los insultos.
Tarde o temprano, la diatriba empezará a surtir efecto. Todos los seres humanos tenemos un límite y no son pocos los que no están dispuestos a soportar la descontrolada catarata de improperios que salpica, insisto, a quienes no estén alineados con el petrismo, corriente que se comporta como una pandilla que, en vez de atacar con puñales y mazos, se vale de las redes sociales para liquidar moralmente a quien tenga la osadía de atravesársele a su proyecto político.
Lamento mucho el nivel de degradación al que está llegando el debate nacional. La confrontación democrática y legítima, aceleradamente está siendo arrinconada por una corriente que ejerce la política partiendo por la destrucción de la reputación de sus adversarios.
Las ideas y las propuestas dejan de ser asuntos de relevancia. Pesa más la vulgaridad y la infamia.
Lo grave es que este no es un fenómeno local. Se registra de igual manera en distintos puntos del planeta. Para los promotores de aquello, lo que está sucediendo es síntoma de que el mundo está cambiando y que las gentes están “despertando”.
El despertar es violento y el cambio es involutivo. Quienes creemos en el régimen de libertades y en el orden social, no podemos desfallecer y, estando perfectamente notificados de que mañana podemos caer en la mira de los sicarios morales, estamos abocados a redoblar esfuerzos para evitar que nuestra debilitada democracia sucumba ante el embrujo neocomunista del peligroso Gustavo Petro.