Las cosas por su nombre, sin que importe lo que cueste decirlas. La erradicación manual de los cultivos ilícitos es un crimen de Estado.
Centenares de muy humildes compatriotas nuestros se juegan todos los días la vida, o corren el riesgo muy próximo de quedar para siempre lisiados, ciegos, sordos, por un modesto salario. Y otros miles, policías y soldados, se arriesgan enteros porque están ligados, por su palabra y su honor, al deber de obediencia, al juramento que han prestado, al deber, tantas veces incomprendido, de servir a la Patria.
¿Pero tiene alguien el derecho y la potestad moral de exigir esos sacrificios, de poner a tantos en peligros tan graves? Si esa fuera la única alternativa, si no hubiera otro camino para enfrentar el más grave flagelo que azota la República, el narcotráfico, podríamos pensar en la legitimidad de esa órdenes.
Pero ese no es el caso. La manera probadamente eficiente de atacar esa plaga es la fumigación aérea con glifosato, un herbicida utilizado en todos los cultivos lícitos que deben ser protegidos de hierbas y malezas. ¿Y por qué no se hace uso de recurso, conocido, probado, inocuo para la salud de la gente? Porque unos jueces mediocres ponen palos en la rueda de este carro triunfador y fijan condiciones que el Gobierno no se atreve a desafiar. Es mucho más fácil abusar de jornaleros y policías y soldados y quedar bien con los togados que prefieren la oposición absurda a la fumigación aérea a los deberes que les imponen la Justicia y el Bien Común.
Planteada así la cuestión, con toda su crudeza, corresponde preguntar cuál es el alcance ético y jurídico de aquellos contratos y de estas órdenes de arriesgar la vida detrás de unos pesos, muy pocos, o por el deber de obediencia. Y cuál la responsabilidad que se asume si en cumplimiento de esas obligaciones, las personas mueren, volando por los aires o destruidas por franco tiradores que escogen el terreno, las condiciones, todo para matar sobre seguro.
La discusión queda abierta y la proponemos sin ambages. Para nosotros, estas muertes configuran un crimen de Estado, repetido por desgracia muchas veces. Hace muy pocos días, una bomba mató tres desdichados y dejó otros tres gravemente heridos. De ellos no se sabrá nunca más. La transparencia oficial tiene sus límites. Ese crimen ocurrió en el Sur, en el Putumayo y al tiempo, dos soldados morían en el Catatumbo, al Norte, víctimas de asesinos implacables. Estaban dedicados, dice el parte oficial, a “labores de erradicación”.
El mando militar responderá por estos actos ante Dios y ante la Historia. No fue para que arriesgaran la vida, machete en mano, que la Patria les confió el mando de sus hombres. No fue para eso. Y faltan gravemente a su condición de jefes militares, cuando se atreven a repetir, ante estas tragedias, que los caídos estaban cumpliendo su misión. Que nos digan dónde aparece en los manuales de su Ejército, como misión de sus hombres, el batirse, machete en mano, con matas de coca y exponerse a una muerte sin honor y sin sentido.
Está claro para nosotros que ciertos Magistrados alegan la protección del medio ambiente para dictar sus providencias equívocas y canallas sobre este tema. No podrán probar jamás este daño eventual y de valor subordinado a la vida de los erradicadores, mientras ignoran el daño cierto y repetido que estos hombres enfrentan.
Insistimos en que estas muertes y estas heridas sin consuelo constituyen crímenes de Estado. Tan evidentes, como que no hemos presenciado el espectáculo de “excombatientes”, como así los llaman, tumbando o arrancando de raíz una mata de coca. Porque no son tan pendejos, nos dicen. Los pendejos son los jornaleros y policías y soldados que mandan a la muerte. El Ministro de Defensa y el Presidente de la República, allá con su conciencia ante estas tragedias inmensas. A nosotros, ciudadanos de esta democracia, nos cabe juzgar estas conductas y condenarlas. Los criminales, dirá algún despistado, son los que disparan a traición y siembran las minas. Tenemos que agregar que son cómplices necesarios los que no ordenan las fumigaciones aéreas, evitando estos cuadros de dolor, que hubieran conmovido al Dante y reservado para sus autores algún círculo de su infierno.
No más muertos por arrancar matas de coca. No más viudas y huérfanos por cumplir esta tarea ignominiosa, inútil, suicida. Glifosato a todos los vientos a ver quién es el que condena o persigue esta tarea redentora.
Y que nos hablen con la verdad, alguna vez, sobre la magnitud real de este drama sin orillas. Nos están acostumbrando al silencio. Como el que se mantiene sobre once militares que murieron ahogados en cierto Black Hawk que se cayó, sin que todavía sepamos por qué. ¡Vaya democracia “resiliente” la nuestra!