No es la libertad del ciudadano, como lo llamaban en las audiencias, Álvaro Uribe Vélez, lo que nos invita a profundas reflexiones. El tema no es la libertad, sino la prisión del Presidente. ¿Cómo pudo ser posible semejante estupidez?
Desde la obra inmortal de Beccaría, “de los delitos y las penas” se discute ardua y apasionadamente sobre los castigos que la sociedad organizada, el Estado, le puede imponer a uno de sus miembros.
Hace siglos desapareció el destierro de esa lista de aflicciones, reparatorias y restauradoras, con que la sociedad se defiende de sus agresores. Ya no hay Aristides que merezcan esa pena, ni siquiera para suplicar después su regreso.
La pena de muerte está en vía de extinción y hace rato desaparecida de nuestras leyes; la confiscación ha quedado erradicada y hasta la cadena perpetua andaba constitucionalmente prohibida hasta la que se quiere imponer a los que matan o violan los niños. Queda entonces, como pena máxima, la privación forzada de la libertad, que se dividía entre presidio, prisión y arresto. Incapaces de manejar la dualidad primera, quedamos en que no hay pena mayor que la prisión, cuya magnitud, calculada en tiempo, depende de la importancia de la ofensa que con el delito se comete.
Pero para dolor de los legisladores, la prisión no puede limitarse a los que ya han sido castigados. La sociedad debe defenderse, muy a su pesar y en casos extremos, del que está siendo aún juzgado pero es altamente peligroso para la seguridad y la paz públicas.
A ese título, estaba preso Álvaro Uribe. Como sujeto peligroso que no podía defenderse en libertad.
Como cualquiera entenderá, la noción de peligrosidad es esencial en el Derecho Penal. Tanto que una de las escuelas prevalentes en el Siglo XX, la del positivismo, basaba en ese instituto su sistema.Quienes no participamos de esa concepción del mundo penal, seguidores de la Escuela Clásica, que encontró en Carrara su máxima expresión conceptual, no podemos menos de admirar y usar en la medida posible las reflexiones de Lombrosso, Garófalo, Ferri y Florián sobre la peligrosidad criminal, útil en muchos capítulos de esta ciencia.
Pues sobre la peligrosidad de Uribe, que lo tuvo en prisión más de dos meses, no se dijo una palabra en la mil quinientas y tantas páginas de basura redactadas en la Corte Suprema para detenerlo, ni en las docenas de horas de los alegatos interminables e insufribles a los que fuimos sometidos las últimas semanas. En la providencia final, válganos Dios, brillante exposición de una concepción del Derecho de la que nos tenemos que sacudir cuanto antes, tampoco se tocó este asunto capital.
En resumen, el sujeto que fue privado de la libertad como riesgo insoportable para la paz pública si fuera libre, no sabe a estas horas, como no lo sabemos sus estupefactos compatriotas, por qué la Corte Suprema lo consideró peligroso.
Uribe Vélez, mencionado así con familiaridad acaso excesiva, perdió su libertad por ser altamente peligroso, y nunca supo por qué se lo tachaba de ese modo, y recobró su libertad, sin saber tampoco por qué, cuándo y cómo dejo de ser un peligro social.
¡Vaya Derecho el nuestro! ¡Vaya con nuestros abogados y jueces, capaces de escribir y hablar por kilómetros y horas de lo que no es lo que llamaban los escolásticos el “Estado de la Cuestión.”
Algo muy grave nos pasa, sin duda alguna. Algo que supone que el mundo de lo jurídico, de los valores que encarna y los fines que persigue no cuentan ni en el debate más intenso y grave que hemos presenciado sobre sus alcances últimos. ¿Qué pasa?
Para empezar, que graduamos a cualquiera de abogado. Cuando hace 50 años se concedió Tarjeta Profesional como condición para ser litigante, el Ministerio de Justicia expidió, mal contadas, 7.000 de ellas. Hoy pasan de doscientas ochenta mil. En un país cuya población ha crecido en este período dos veces y media, el número de abogados se multiplicó por cuarenta. Es lástima que semejante enormidad pase a todos desapercibida, incluido al señor Ministro de Justicia.
Y para concluir, que los jueces no provienen de donde deben provenir, ni tienen arraigo popular alguno, sino de la obra de los desprestigiados, parcializados, ineptos, ignorantes politiqueros incrustados en el Congreso.
Nadie da más de lo que tiene. De tales semillas, tales frutos. De abogados que no tienen la menor noción del Derecho y de su compromiso con la vida, y de jueces elegidos por obra de la manzanilla y prácticas anejas, salen barbaridades de esta clase. Álvaro Uribe pudo estar preso y Jesús Santrich y Tornillo han sido congresistas. Y Márquez y El Paisa y Catatumbo y Alape en los altares de la Patria. La razón de la sinrazón manda en Colombia. Como consuelo, nuestro Presidente está en libertad.