Álvaro Uribe Vélez podría hacer suyas las palabras que pronunció Santander en su lecho de muerte:»Ojalá hubiera amado más a Dios que a mi patria».
Como todos los seres humanos, tiene defectos, ha cometido errores, a unos les cae bien y, a otros, mal; pero es un personaje sobresaliente cuyas excepcionales cualidades son innegables.
Diríase que su patriotismo es obsesivo, como el de muchos otros líderes que ocupan puestos de honor en la memoria de los pueblos. Deja como legado una obra de gobierno que, pese a sus falencias, lo destaca como uno de los más grandes presidentes que ha tenido nuestro país.
Conocedor al dedillo de nuestra geografía, de la idiosincrasia de nuestras gentes, de los problemas de nuestra sociedad, cuando se lo escucha disertar sobre los mismos es inevitable pensar en otro grande de la patria, Carlos Lleras Restrepo.
Pues bien, tal como lo muestra elocuentemente la historia, es frecuente que el destino de los grandes hombres sea el infortunio promovido por sus malquerientes, por la ingratitud de sus compatriotas o por los azares de la política.
En distintas ocasiones he traído a colación estas certeras y premonitorias palabras que pronunció Don Marco Fidel Suárez acerca de la suerte final de Cristóbal Colón, que a él mismo le serían aplicables años después y ahora lo son en torno de Álvaro Uribe Vélez:
«El campo a que el almirante dirigía su actividad era el campo de la política, tierra donde se fermentan todas las pasiones y donde se crían las plantas más venenosas. La envidia, la venganza, la ingratitud, la codicia, la calumnia, cuanto guarda de peor el corazón, prospera en ese campo, donde no se presenta al espíritu sino la contemplación de la miserable naturaleza humana, que solo sobrenaturalmente puede amarse» (Obras, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1958, T. I, pag. 856).
¡Todas esas manifestaciones de nuestra abyecta condición se han aunado para labrar la desgracia de Uribe!
Cuál sea su suerte final, es algo que queda librado a la acción de la Providencia. Pero es lo cierto que cuando su hora final llegue, Uribe no comparecerá ante el Supremo Juez con las manos vacías.
Por ahí andan unos zascandiles vociferando que lo suyo es cosa del pasado. Pero su pensamiento es hoy más actual que nunca antes.
En efecto, ¿no es apremiante en esta hora enfrentar la amenaza del castro-chavismo que se cierne sobre nosotros? ¿No es indispensable robustecer la autoridad para garantizar la seguridad de la ciudadanía? ¿No urge velar por un Estado austero? ¿No es necesario dotar de garantías a los emprendedores que trabajan por la prosperidad de Colombia? ¿ No hay que promover la cohesión social, protegiendo a los desposeídos. velando por una sociedad más igualitaria e integrando más armónicamente sus diversos segmentos?
El discurso de Uribe no es retórico ni delirante como el de otros que no le llegan a los tobillos. Está centrado en las realidades, que son el punto de partida de acciones políticas fecundas. No ofrece imposibles y es sabedor de las dificultades que nos agobian.
Uribe está, como bien lo dice él mismo, secuestrado por la Corte Suprema de Justicia y los enemigos que la azuzan en su contra. Su capacidad de conducción política está severamente limitada, pero su mensaje configura, como decía una célebre colección literaria hace años, un «pensamiento vivo» que está al alcance de quien quiera nutrirse de él y ponerlo en práctica. Al Centro Democrático le corresponde velar por su vigencia y crecerse ante la adversidad presente.
Todavía estamos a tiempo de alzarnos contra los comunistas que aspiran a imponernos su dogma totalitario y liberticida.